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AMELIA

                                                                                          Por Antonela Proaño Freire

Los sonidos reverberados del agua pasar por las tuberías viejas del edificio de los años 70. Las baldosas descoloridas con formas de flores rotas que cubrían el piso y partes de la pared enmohecida. El inodoro sucio y grasiento color azul turquesa, el lavabo con pelos secos y viejos, el cepillo de dientes marchito de tanto uso eran el escenario perfecto para su muerte.

Amelia, acurrucada en una esquina del baño, despierta de su ensoñación. Le arde la piel de su cuerpo y de su entrepierna, no por fiebre sino por miedo y asco. Tiene sed y frio... eso le da esperanzas de que después de todo está viva.

Revisa entre las cosas de su cartera. Su celular se encuentra con poca batería y sin señal. Han pasado dos horas desde que cesaron los gritos y los golpes a la puerta de quien creía que era su amigo y ahora es su peor pesadilla: ese cuco que te mira escondido cuando caminas por la noche hacia tu casa, el que sale en las noticias, responsable de un feminicidio.

Tiene vagos recuerdos de lo que pasó y agradece que fuera así. Quiere volver a dormirse porque al menos en sus sueños se siente segura de que el aparezca de nuevo. Está a punto de dejarse llevar por Morfeo, pero algo en su interior le sacude todo el cuerpo.

Con mucho cuidado se levanta del suelo, sus piernas no le responden como ella quisiera, camina hacia el lavabo, abre la llave y bebe un poco de agua; esta tiene un sabor a agua vieja y oxidada, es sangre. Se mira de reojo en el espejo distorsionado y recuerda que hace solo un momento atrás soñó con mujeres sin rostro que le decían “¡pelea!”. Solloza porque entre esas mujeres había una con el rostro de su madre muerta y traga saliva. No hay más opción... es tiempo de actuar.

Abre la puerta del baño, espía si no está por ahí él. Silencio y penumbra la acompañan, estos fueron sus testigos de lo que pasó en esa sala. Sale del baño, corre hacia la puerta del departamento. Está cerrada.

Escucha unos ronquidos en la habitación continua. Escucha de nuevo las voces de las mujeres que le dicen “¡pelea!”. Sabe que debe entrar y enfrentarse con su demonio. Camina hacia la puerta de la habitación, respira profundamente. Entra.

La luz de la luna llena ingresa por la ventana creando sombras de arañas con las ramas de los árboles. Él está profundamente dormido, abrazado a su almohada. Parece tan hermoso y etéreo, pero es la misma persona que le golpeó la cara y la violó. Siente rabia, pero se contiene. Busca las llaves en el velador metálico, entre las colillas del cigarrillo, condones usados y caramelos Halls. No hay nada.

Busca entre la ropa tirada en el piso, entre las cobijas sobre la cama. Las llaves no están. Siente que la ansiedad regresa a su cuerpo adolorido, como piojos que le caminan por su cuello. Se rasca con fuerza.

De repente él se da la vuelta, dándole la espalda. Ella se aleja rápidamente de él, busca con qué golpearle la cara y no encuentra más que un zapato.

Un tintineo metálico suena en medio del pantalón. Amelia maldice su suerte. Hasta en momentos como estos, él es un bromista que juega con su presa. Decidida, mete la mano en su pantalón, coge las llaves y sale de la habitación.

Los sonidos de una ciudad que amanece le acompañan mientras camina por la vereda. Una que otra persona trota junto a ella sin mirarla realmente. Un perro raquítico busca comida en la basura... Amelia, silenciosa y abrazada a su cartera, detiene a un taxi con su mano. Quiere despertar a su abuela con un beso y decirle que soñó con su hija.

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