RECONOCER QUE ERES VÍCTIMA TAMBIÉN ES UN PASO IMPORTANTE
Durante estos últimos seis años he acompañado a mujeres en círculos de sanación, escuchando sus historias de fracasos, aciertos y sueños. Algunos son sueños rotos, otros olvidados y la mayoría son procesos de reconstrucción interna. Las mujeres que me buscan vienen armándose nuevamente en silencio luego de vivir situaciones dolorosas y muchas veces vienen a escondidas a la lectura de una carta natal. La mayoría está buscando respuestas a preguntas que nadie quiere ni puede responder y es que por eso llegan a mí, cuando se han cansado de preguntar a otros y solo pueden preguntar al cielo. Como astróloga, profesora de yoga, fitoterapista y practicante de la medicina holística escuchar sus historias ha sido parte de mi propia sanación y me han llevado a entender mis propios conflictos.
Todo empezó cuando lo que yo consideraba mi mayor logro dejó de serlo. Ese preciso instante en el que sabes que algo se rompió en la línea de tu vida planeada y empiezas a vivir situaciones que te desconciertan por lo absurdas y llenas de privilegios masculinos. Al principio es una incomodidad; pero, con el tiempo, empiezas a preguntarte si todo lo vivido es verdad, abriendo una bifurcación hacia la incómoda necesidad de tomar decisiones sin el beneficio del tiempo suficiente, eligiendo sobre situaciones que no las habías revisado ni en tu mente.
Era la segunda vez que tenía este sentimiento de desolación ante la vida. Sentía rabia e impotencia frente a situaciones que yo no había elegido en mi camino y que había tomado acciones para que no sucedieran. Me sentía tan pequeña ante las alternativas que se me presentaban y, cada vez que comentaba con alguien, sentía el incómodo peso de la decisión que se reduce al “deberías vs. quisieras”, a la vez que me daba cuenta que ninguna de las decisiones estaban a mi favor. Pensaba que de alguna manera se elegía entre lo bueno y lo malo, lo justo o injusto; sin embargo, en estas situaciones no era así, me veía eligiendo entre lo injusto y lo más injusto.
La primera vez que me sentí atada y con pocas opciones fue cuando quedé embarazada a mis veinte años, aun usando métodos anticonceptivos, y debía resolverlo de alguna manera. Para el papel de la chica inteligente que se ganó una beca en una prestigiosa universidad de la capital, proveniente de un buen hogar formado en el seno católico de una familia de clase media promedio ecuatoriana, el decidir prematuramente sobre lo que “debería vs. quisiera” fue algo muy pesado en mi vida. Traté de hacerlo con la sensatez que me caracterizaba. Allí elegí el “debería” de una sociedad que me acusaba por ser “sexualmente fácil”, ante unos padres a los que claramente había fallado y frente a la mirada castigadora de todos mis profesores y compañeros que se avergonzaban burlonamente ante la posibilidad de que la callada chica pudiera tener sexo, como si ser becada o inteligente eliminaba por completo mi sexualidad.
Pensando en que era la decisión más sensata posible acepté casarme, formar una familia y criar un hijo sin saber que, cuando aceptas la primera, tácitamente también aceptas que todo lo que viene después está primero que tú y que el precio que pagas por tu “calenturiento libertinaje” es dejar tus estudios, sobreesforzarte para cubrir las necesidades de tu familia y descubrir que tu compañero de vida no es tan buena compañía, ni va a durar toda la vida. Mi desenlace resultó obvio pero muy lejano de lo que mis padres, maestros y la sociedad entera esperaba de una mujer inteligente y conservadora. Con veintitrés años y un niño en brazos, un día me armé de valor y decidí divorciarme para abrir por primera vez esa opción para las mujeres de mi familia, convirtiéndome así en la primera y única con el título de “divorciada”. Hasta el día de hoy nadie lo ha ejercido nuevamente en mi familia, pero sé que es una opción viable para mis sobrinas. Hoy puedo decir, con certeza, que no fue una decisión absurda ni inmadura: fue la mejor decisión que pude tomar por mí misma, aun siendo tan joven.
La segunda vez la estaba viviendo diez años después y un segundo hijo. En esta segunda bifurcación de mi vida, debía decidir si todo lo vivido en mi segundo matrimonio ya no tenía valor o si lo mejor era luchar por un matrimonio razonablemente bueno sin abandonar lo que con esfuerzo había construido. Sin embargo, sentía cómo la pareja se rompía cada día con comportamientos inentendibles y situaciones en las que estaba segura que no debía estar. Me sentía igual de pequeña y sensible como cuando tenía veinte, atemorizada por “fracasar” una segunda vez, la diferencia es que no podía ver claro, ni tomar acción. Esta vez me sentía paralizada y no entendía por qué. Al no saber exactamente qué es lo que estaba pasando a mi alrededor, y no entender el comportamiento de mi pareja, decidí sentarme frente a la bifurcación que se abría y esperar a que todo se aclare. Una vez más elegí lo más sensato: esperar que la tormenta pase.
Así, sentada ante la opción de un nuevo divorcio y llena de preguntas, comenzó este camino que me tomó cinco años, buscando respuestas en otras mujeres y sus historias que luego se convirtieron en un proyecto de reflexión y acompañamiento que me llevó a preguntarme seriamente si todo lo que vivía y había vivido se llamaba violencia.
Hasta este punto, lo que yo conocía de la violencia de género se enmarcaba en la violencia explícita: física y sexual. Conocía el tema de la violencia hacia las mujeres y niñas tal y como lo dictaban los textos públicos y las redes sociales de mi entorno. Como la relacionista pública que me había formado y ejercía, luego de abandonar mi primera carrera, podía manejar las estadísticas y comprender su impacto social. Sin duda alguna pensaba que yo no formaba parte de las estadísticas de violencia de género. ¡Yo no era una víctima!
Al grupo que sí pertenecía era al aburrido de las esposas de un largo matrimonio, aunque no concordaba muy bien con lo que se dice en los chistes populares: aquellos seres femeninos que se ponen gordas y feas, que son mantenidas en medio de un caos con hijos, desquiciadas y sin sentido, complicadas y malgenias. Esa no era yo. Por el contrario, me desenvolvía bastante bien como madre y esposa. Hacía ejercicio regularmente, comía sano, estudiaba, manejaba un departamento de comunicación y cuidaba de mi madre con cáncer; y, cuando podíamos con mi esposo asistíamos a grupos de apoyo matrimonial.
Cuando me comparaba, como todos lo hacemos de vez en cuando, me veía tranquila y feliz con mi esposo y mis hijos. Pertenecía a la franja privilegiada de la población que tiene cierta estabilidad laboral y se logra desenvolver en las múltiples actividades sin mayor contratiempo. ¡Sin duda no era una víctima!
Cuando miraba mi pasado, me sentía afortunada de haber crecido en un hogar con padre y madre que se amaban y nos inculcaron valores morales y cristianos, preparándonos para servir al mundo adecuadamente. Nunca vi violencia. Mis padres se respetaban y estaba segura que yo era el reflejo de su crianza. ¡Sin duda no era una víctima!
De repente, en lo que se llama popularmente “la crisis de los cuarenta y cinco años” de mi esposo me vi enfrentando un comportamiento errático y sin sentido que no era coherente con lo planeado y menos correspondía al largo tiempo vivido juntos. Muchas veces bromeamos con la “crisis de la mediana edad” y esa irrefrenable necesidad de realizar ejercicio, recuperar los tiempos perdidos y las ganas de volver a lo que un día fuimos. Sin embargo, para mí esta “etapa de crisis” se convirtió pronto en una pesadilla.
Un día descubrí que lo que habíamos logrado financieramente se perdió en malas inversiones llevándonos a la quiebra. Nuestra relación se rompió, la confianza se perdió y poco quedaba de lo que fuimos. Vivía con un ser individualista, alienado por el poder, que decidía por sí solo y vivía para sí mismo. Las mentiras empezaron a aparecer a diario en todos los ámbitos de nuestra vida. Pensé muchas veces que así son las épocas difíciles y que hay que aprender a superarlas.
Durante muchos años, mucha información se ocultó bajo privilegios que no era capaz de entender en ese momento. ¡Y así tomé conciencia del privilegio masculino! Ese derecho que le permite al esposo ocultar y decidir en pos de una protección patrimonial. Sentí en primera fila el deber de comprensión que se me era impuesto para con una persona exitosa y estresada tras los arrebatos y la rabia escondida detrás de un mal día. Aprendí también que ellos no están obligados a discutir nada si no desean o no deben dar las explicaciones debidas a nadie porque “son lo que son, con su esfuerzo y trabajo”; que su tiempo libre les pertenece solo a ellos al igual que su dinero; así como mentir o modificar la verdad es sinónimo de proteger mi “débil corazón”. Y el dolor más grande vino cuando aprendí que un hombre exitoso puede y debe ser exitoso con las mujeres, sino no es tan exitoso como pensaba. Mis consejos fueron ignorados y mis réplicas reprimidas. ¡No entendía dónde y en qué momento había aparecido tanto ego ni cómo enfrentarlo!
Ante tanto dolor solo me paralicé. Tenía tanto que reprochar y no lo hice. Una vez más me sentía pequeña y asustada, volví a revivir esa dicotomía entre el “querer vs. el deber”.
Como no pude decidir qué hacer y me negaba rotundamente a que esas eran mis únicas opciones, busqué en otra dirección. Busqué mujeres lejanas a mi realidad. No eran ni mis amigas, ni mi familia, ni referentes de nada. Eran simplemente mujeres que estaban dispuestas a contarme sus historias y aprendizajes para que yo pudiera decidir mejor. Mientras más variadas eran las mujeres, sus historias y sus realidades, más me preguntaba por qué teníamos tanto en común. En estas historias tuve un acercamiento al feminismo. Pude encontrar un factor común cuando las escuchaba: las mujeres nos enfrentamos a un mundo violento y machista que destruye, mata, doblega el alma y viene por generaciones dañando nuestro entorno. Y esa violencia tiene nombre: se llama violencia machista patriarcal.
Mis ideas sobre lo bueno y lo estable cambiaron cuando tomé conciencia que “vivimos dentro de un sistema social complejo, llamado patriarcado, donde todo lo vinculado a lo femenino está subordinado a lo masculino y donde el sistema de vínculos se organiza jerárquicamente. La violencia machista es el mecanismo que sostiene en última instancia a todo ese sistema patriarcal, a ese ordenamiento general de los vínculos entre las personas. La violencia machista más visible y evidente es la más cruenta: los golpes, las violaciones o los femicidios. Pero estas situaciones extremas son solo la punta de un iceberg enorme. Una vez que empezamos a dimensionar la magnitud de este fenómeno, no podemos creer que las violencias machistas tengan tantas maneras y que las tengamos tan naturalizadas”.[1]
Bajo mis experiencias sobre mis relaciones de pareja, como no me habían golpeado yo no me consideraba una víctima. Me habían gritado, sí; pero no más allá de una pelea, normalizando el “como todas las parejas”. Alguna vez un novio me dijo que se iba a suicidar si me iba, pero lo interpreté como que no era más que un intento desesperado porque no me vaya; algún extraño quiso sobrepasarse, pero nada más de lo que les pasa a todas las chicas. Mi primer esposo controlaba las finanzas y todos pensaban que era responsable y yo gastadora como toda mujer. Y mi actual esposo se iba de la habitación cada vez que yo reclamaba algo, porque conmigo era imposible hablar. Así podría dar mil ejemplos. Esta vez pensaba que yo no sufría más allá de una crisis matrimonial. Pero mientras más leía sobre la violencia, el perdón y los derechos, reflexionaba que este desequilibrio iba mucho más allá de esta etapa y se había presentado desde el principio de la relación con mi esposo, mis relaciones anteriores, mi familia y en mi trabajo.
“Hace mucho que sabemos que la violencia machista no es algo aislado, casual, ni algo que afecta a ciertas mujeres con algunas características específicas. No existe un estereotipo de ‘víctima’, ni tampoco de agresor. Toda la vida de las mujeres y de las identidades feminizadas está atravesada por un continuado de violencias, desde que somos muy chicas y no nos dejan jugar a ciertos deportes, nos obligan a vestirnos de cierta manera, a ser respetuosas, a hablar bajo y ocupar poco espacio. La violencia machista es la amenaza permanente que cualquier mujer o identidad disidente vive si se sale de la norma: si camina de noche, si se pone tal o cual ropa, si invita a su casa a un varón, si se emborracha, si hace dedo en la ruta, si desafía los celos posesivos del marido, si asciende rápido en el trabajo, si empieza a sobresalir en su espacio político”.[2]
No era coincidencia que en las historias de las mujeres que acompañaba me veía reflejada, que éramos muchas viviendo historias similares con parejas, padres, hijos que cumplían un papel de poder en nuestras vidas. Sin embargo, éramos nosotras, las mujeres, quienes teníamos esta bifurcación entre el “deber vs. el querer” y se repetía esta pregunta constantemente como si fuera parte de nuestro rol. Fui descubriendo que, para las mujeres, muchas veces esas decisiones también implican el dejarlo todo o quedarte con poco, ese poco que ya es un logro por sí solo; y, podría decir, luego de tantas historias escuchadas, que casi siempre nos dejamos de lado y elegimos lo mejor para nuestro entorno, priorizando la familia, los hijos, los padres, el trabajo, los amigos… sacrificando un poco más de lo que ni tenemos. Casi siempre, en un punto, nos damos cuenta que nos deben y no sabemos si pedir lo que nos corresponde o simplemente seguir nuestra vida como si fuera una donación.
Al igual que muchas, yo había dejado mis estudios inconclusos, mis gustos, mis sueños. Mi trabajo siempre estuvo dispuesto alrededor del horario de los hijos, del cuidado a mis padres. Mi vida sexual se desarrollaba a través del deseo del otro. Mis reclamos fueron desestimados y también fui llamada la ex esposa loca o la esposa complicada y mi actual esposo siempre cumplió el papel de “mandarina” por ser amable y ejercer su paternidad con agrado. Esto nos afectaba a ambos, como personas y como pareja.
Escuchando historias me di cuenta que algo estaba mal. Por primera vez busqué en las historias de mi familia de sangre y política y descubrí con desconsuelo que también eran historias similares donde se vieron inmersas en situaciones sin beneficio alguno. Algunas eran historias de terror. Yo seguía perteneciendo a la franja privilegiada que no había recibido golpes, que había abandonado en vez de que me abandonen y que había abierto un futuro para mí y para mis hijos a pesar de todo.
Descubrí que la violencia sexual dentro del matrimonio fueron historias que ellas no me contaron y yo tampoco lo he hecho; sin embargo, sabemos que están allí y nos reconocemos entre nosotras. Tampoco se habla de la venganza que deseamos o la defensa que realizamos, porque normalmente es considerada desproporcionada ante los agravios o abandonos y si tomamos acción por nuestra cuenta se pone en duda nuestra sanidad mental y nuestra reputación. Que como mujeres cualquier acción nos pesa.
A través de esas historias me reconocí como víctima y empaticé con ese dolor que también sentía. Mientras las escuchaba, las veía víctimas y si yo lo había vivido, entonces también era una.
Muchas mujeres vinieron a mí buscando un oráculo de respuesta a una pregunta que nadie pudo responder y yo tampoco pude en ese momento. “¿Por qué me pasó esto a mí?”. Esta siempre fue la pregunta más frecuente. En la búsqueda de una respuesta las mujeres y sus historias me mostraron un camino de entendimiento de algo mucho más profundo que tiene más sentido: nos pasó porque estamos en una situación de vulnerabilidad.
Mi vida y sus vidas me motivaron a estudiar el feminismo desde otros ojos, lejos de la crítica de las formas o los modales. Este fue el motor para tomar una posición clara ante lo que venía sucediendo en mi vida personal. Decidí abrir un tercer camino en medio del caos, me negaba a tomar el “deber” o simplificar mi decisión a través del “querer”. El fin último es el ser felices con las opciones suficientes y que frente a cualquier situación podamos elegir libremente, entre las acciones que más nos beneficien a nosotras como mujeres.
Y así aprendí que las mujeres nos sostenemos entre nosotras en círculos de apoyo. Estos círculos fueron mi salvación, fueron sus historias las que me ayudaron a discernir y retomar el valor que me faltaba. Comprendí con profundidad lo que significa y la necesidad que existe de ser restituidas. Nos deben y no deberíamos tener miedo a cobrar la deuda.
A través de los círculos de acompañamiento pude responder esa pregunta que me daba vueltas en la cabeza. “¿Por qué a mí?”. Y la respuesta fue: “porque ellos pueden”. Nuestros pares masculinos no son pares, no son correspondientes, no estamos en un sistema que funcione. Ellos pueden y nosotras no. Y eso lleva un nombre: privilegio.
Cuando comprendemos el concepto de privilegio y entendemos que unos pueden y otros no, nos permitiremos reconocernos como víctimas. Ese fue mi primer paso. Una vez allí, tenemos un largo camino para dejar de serlo. Cuando no nos podemos ver a nosotras mismas como víctimas de violencia de género naturalizamos la violencia, aceptamos que así es y así ha sido, envolviéndonos en un espiral de justificaciones.
Para mí reconocerme como víctima de violencia económica, psicológica, sexual, emocional, obstétrica y física en diferentes etapas de mi vida, con parejas u otros roles de poder, me permitió acceder a algo completamente nuevo: la defensa y la restitución. Porque sí, todas podemos hacer una lista de las violencias que han ejercido sobre nosotras. A través de este reconocimiento pude, por primera vez, poner límites y sentirme bien con ellos, ejerciendo y pidiendo nuevas formas de relacionarme.
Me di cuenta que yo no quería reconocerme en el victimismo porque crecí pensando que la fortaleza es un valor, que nuestros deberes están por encima de nosotros y que las únicas opciones a las que podía acceder eran “lo que quieres hacer o lo que debes cumplir”. Es momento de empezar a preguntarnos y preguntar a nuestros hijos sobre lo que nos corresponde como personas, los derechos que tenemos y las formas de ejercerlos sin temor. También es momento de sentarnos con nuestras parejas para igualar los derechos y las responsabilidades, desde lo afectivo hasta lo material, sin temor a ejercer nuestros derechos y libertades o a dejar las relaciones que no son correspondientes ni beneficiosas, porque aquí está el concepto en el que ahora pienso: La restitución integral a la víctima.
Este concepto es nuevo para mí y aún no lo resuelvo, así que puedo dejarles con la duda. Sin embargo, sé que es un beneficio adicional que tengo cuando me reconozco como víctima de violencia de género.
Porque nuestra vida, como mujeres, no puede quedarse en el sentimiento de tener una deuda y que nuestras opciones sean aceptar que fue una mala inversión o una donación emocional al otro. Merecemos un tercer camino... Y ese es el que aún estoy buscando... Y sé que lo resolveré en conjunto con otras mujeres, a través de círculos de apoyo y acompañamiento... Y tal vez, también contando mi propia historia.
[1] Noelia Figueroa. Del grito contra los femicidios al diagnóstico de la sociedad patriarcal. Colectiva Feminista Mala Junta Rosario-Politóloga (UNR)- Referente del Procedimiento Contra las Violencias Sexistas de la Facultad de Ciencia Política y RRII-UNR, p. 29.
[2] Ibídem., p. 30.