SIEMPRE BUSCA AYUDA
No sabía cómo empezar esta historia. Estoy en este momento en medio del bosque, apoyada sobre un árbol talado. Miro las heridas del pino sangrar, las siento tan mías. Un momento de lucidez me atrapa, la idea de saber que tengo mucho dolor que sanar, como el árbol, la tierra, la historia de la humanidad, la historia de millones de mujeres alrededor del mundo.
No sabía cómo empezar esta historia porque a lo largo de mi vida, desde que recuerdo, he sido una mujer violentada en varios aspectos y en muchos ámbitos, desde que era apenas una niña pequeña. ¿Cuál historia escoger? ¿Cuál herida abrir? Por cuáles caminos de esos recuerdos de todos estos horrores debo recorrer para decir que estoy harta, para alzar mi voz, para que mis gritos desgarren el silencio dictatorial de un sistema que nos quiere cautivas, en la sombra, calladas, sumisas, víctimas.
No podría recordar el principio de esta serie de eventos, pero si el que me llevó a buscar la ayuda vital para mi sanación, la historia que me hundió en un abismo del que salí, sí, aunque aún no logro reconocerme.
Estas letras son para mí una forma de desahogo y también espero se convierta en una voz que tal vez pueda ayudar a otras personas que pasan por lo mismo, que se puedan proyectar en mis palabras y puedan identificar a un psicópata narcisista mientras cuento mi experiencia desde el inicio. Deseo dejar claras mis ideas sobre todo lo que pasé y todo lo que viví con él, con el fin de volver a mis propios cabales, a mis propios análisis sobre mi dolor, mis heridas y sobre quién soy realmente lejos de lo que esta persona me hizo creer de mí misma.
La persona en cuestión es un hombre que cuando lo conocí tenía 40 años y lo vamos a nombrar como “Andrés”. No es su nombre real.
A Andrés lo conocí en redes sociales. Me envió una invitación de amistad y acepté porque vi su perfil y sus publicaciones, me gustó la conciencia social que aparentemente tenía, así como parecía tener bastante clara la lucha feminista. Su perfil estaba lleno de análisis, de publicaciones muy intelectuales, impecables, sobre temas coyunturales, políticos, económicos. Había una crítica constante hacia el estatus quo y el orden de cosas establecido, lo que me pareció muy atractivo en él. A través de sus fotos pude llegar a la conclusión que tenía una relación algo estable con su familia( hablo de madre, padre, hermana). Su forma de expresarse en redes sociales y sus fotografías me llamaron la atención y desde entonces creí que era una persona atractiva, en muchos sentidos.
Pasaron los días, incluso semanas, y empecé a ver en sus publicaciones que aparentemente tenía pareja, lo cual para mí fue un “stop” hacia la atracción que sentía por él en ese momento.
Después de esto, él creó una página sobre terapias alternativas para la depresión y fue allí en donde conversamos por primera vez. Él me habló de cuánto sufría por su cuadro depresivo pero también porque supuestamente su pareja estaba teniendo una relación alterna; es decir, lo estaba engañando. Un sentimiento muy familiar se apoderó de mí, entendía por lo que estaba pasando y, entonces, me convertí en su amiga y también en su confidente, de alguna manera. Así que empezamos a charlar de una forma un poco íntima respecto a sus estados de ánimo. Durante un buen tiempo no dejó de ser una relación netamente de amistad.
Podía escuchar en sus palabras dolor, cada una de ellas me eran tan familiares porque había pasado por la misma situación. De verdad creí que sufría y también creí lo que me decía acerca de su ex: que ella era una mujer con muy poca empatía, manipuladora y que lo hacía sufrir descaradamente, lo usaba y no le decía la verdad acerca de querer estar con él o no. Luego de un tiempo, él me contó que habían terminado la relación, que él había descubierto que en efecto ella estaba con otra persona. Así que empezó a hablar de suicidio en redes sociales, hasta que un día publicó un video acerca de una supuesta despedida y que daba indicios que iba a suicidarse. Muchas personas preguntamos por él y después de unos días, él me contactó y me dijo que había tenido un intento de suicidio, había estado en un hospital recuperándose, sin embargo, ya estaba bien. Empezamos a conversar bastante seguido. Las conversaciones siempre fueron acerca de su dolor y sufrimiento. Yo me puse en el papel de amiga, de consejera. Trataba de hablarle acerca de mi experiencia respecto a cómo superar y vivir la depresión, también vivir la ruptura con una pareja (cabe recalcar que a mí me parecía bastante exagerado el hecho de que un duelo le haya costado tanto sí únicamente estuvieron cinco meses como pareja, pero me convenció que el tiempo en pareja no tenía nada que ver sino el daño que ella le ocasionó a lo cual yo me quedé callada y no volví a mencionar más sobre el tema del tiempo, sobre todo por respeto a su duelo).
Traté de ayudarlo de varias formas, le llevé donde un taita muy querido y muy conocido para mí para que pueda realizar una ceremonia de psilocibina o de San Pedro y así empezar su recuperación para la depresión tan profunda que decía tener. A mí en su momento me había servido de mucho, por lo que se la recomendé (debo aclarar que ninguna de mis ayudas las acogió, a ninguna la tomó en serio, incluso una vez organicé una ceremonia de medicina para que él viniera y nunca llegó). Cuando estuve en la toma de San Pedro recuerdo que el Taita que presidía la ceremonia, con quien Andrés tuvo una entrevista previa, me advirtió que no me involucrara con él. Después de esta toma de San Pedro, yo entendí que debía poner un límite a esa relación de amistad que estaba teniendo con él y empecé a alejarme. Fui cortante; sin embargo, él empezó a acercarse más y más y apelaba a mi sentimiento de salvadora que lamentablemente siempre he tenido, a ese sentimiento que debo confesar me da cierto placer al ayudar a los demás, me gusta, me hace sentir viva, útil. Esta situación fue el pie y el inicio para que nazca mi relación de dependencia con él.
¿Cómo pudo convencerme de estar a su lado, si ya era evidente que este era el comienzo de una herida? Por mucho tiempo no pude contestar esta pregunta sin sentirme culpable, tonta, avergonzada. Desde el comienzo, los mensajes eran ambiguos, desconcertantes pero, sobre todo, apelaban a mi empatía, a esa absurda tarea aprendida, y un tanto auto impuesta, de estar primero para los demás.
Soy mi propia testigo, y puedo jurar ante cualquier audiencia y ser humano sobre la tierra, que varias veces intenté alejarme. Pero cuanto más quería irme, Andrés empezaba darme aquello que buscaba: seguridad, aunque esta fuese efímera y duraba tan poco. Me iba enganchando hasta sentir que deseaba estar con él, deseaba su presencia y compañía, aunque me lastimara con sus constantes rechazos, agravios y desatenciones. También había esos momentos en los que todo parecía pintar que se estaba enamorando de mí, que quería entablar una relación conmigo. Un día quise poner un punto final a esta historia y estaba tan segura. Mis amigos habían sido testigos de uno de sus desplantes, pero sobre todo de su absurda posesividad. Fue cuando dijo que me amaba que yo me desarmé, por fin había obtenido aquello que absurdamente y en lo profundo deseaba: tener una relación seria con él.
Toda la resistencia que podría haber tenido hasta ese momento se esfumó. Esa seguridad de saber que no merecía una relación a medias, la fui cambiando por sus necesidades, por las atenciones que ameritaba estar con una persona con “depresión”. Pero no solo eso. Poco a poco me convenció de que la idea de tener una relación era netamente mía, que él no podía hacerlo y hacía que me sienta culpable por pedirle lo básico en un noviazgo: reciprocidad, cariño, respeto y sexo. Pero tampoco podía irme y dejarlo solo, porque esa también era mi responsabilidad: no herirlo. En su incesante y abrumador discurso, yo no podía ser como su última ex, una mujer despiadada que lo abandonó, que lo humilló, que lo cambió.
Andrés era ambiguo. Sus mensajes, su discurso siempre lo fue; por un lado, era un hombre elocuente, pacífico, empático, con un capital cultural muy extenso, encantador con su discurso, sabio, carismático; y, por otro, era un guiñapo, un cobarde, un niño herido incapaz de sobreponerse ante cualquier situación incómoda por más pequeña que esta fuera, débil, un animal malherido que poco a poco empezó a mostrar sus garras y dientes para desenmascarar al verdadero monstruo que se alojaba en su interior.
Tengo un hijo pequeño. Para cuando empecé la relación con Andrés, mi hijo tenía cuatro años y seis meses. Siento decir que mi niño, mi tesoro, también fue víctima en esta historia y es algo que aún no puedo perdonarme.
La posesividad y los celos eran el tónico de todos los reclamos de Andrés. Hablábamos horas y horas, él era un animal nocturno por lo que casi no dormía en las noches. Sus necesidades de atención, sobre todo a temas de su duelo con su última ex, más los constantes reclamos a cada cosa que yo hacía, nos tenía enganchados en el teléfono por toda la noche, en las cuales no podía dormir. Yo tenía en ese entonces un gimnasio, un proyecto al que amé mucho y era mi orgullo, así como mi cuerpo que estaba en forma ya que practicaba ejercicio a diario. Llegaba cansada a trabajar y en las tardes cuando Andrés despertaba, me tenía de igual forma enganchada al celular todo el tiempo, siempre atendiendo sus necesidades de atención de todo tipo. Soy madre soltera, vivo con mi mamá que tiene discapacidad. A veces, por más que me esforzaba, hubo factores y gastos extras que me hicieron recibir ayuda económica de su parte. Jamás fueron grandes cantidades de dinero, a pesar de ser él un hombre con buenos ingresos y con una vida acomodada la que le permitía solventarse y darse todo tipo de caprichos, sin verlo trabajar una sola vez. Luego pude enterarme que sus padres le pasaban dinero mensualmente, por lo que Andrés no tenía necesidad de trabajar. Lo que me aportaba lo hacía ver como un enorme acto de caridad que tenía que pagar con mi sacrificio y mi silencio. Era como si comprase mi esclavitud y devoción, y siempre me hizo sentir una aprovechada por recibirlo.
Cuando vino la pandemia, con mi hijo fuimos por varias semanas a su departamento. Me sentía responsable por dejarlo solo en una situación tan sui generis como esta. Se me pasaba por la mente las veces que se encontraba solo y amenazaba con suicidarse. Me sentía responsable y creía que mi compañía le haría bien. Ya en la convivencia, las conversaciones se tornaban más largas y adoptamos sus horarios: no dormir en la noche, aunque yo debía madrugar a diario para las clases en línea de mi hijo.
Las discusiones se subían de tono cada vez. Se mostraba irracional, agresivo. Siempre nos hizo sentir un estorbo por estar ahí. Muchas veces me vi rogándole a mi hijo que estuviese callado para que Andrés no explotara. Nunca sabíamos qué iba a hacer que él perdiera la cordura. Recuerdo que me preguntaba acerca de mi vida para luego ofenderme y juzgarme por tantos días (ni siquiera me dejaba dormir por semanas). Según él, de acuerdo a las experiencias que tuve a mis 20, le daba la pauta para que él pudiera predecir que yo lo engañaba o lo engañaría y que volvería a hacer exactamente lo mismo que hice cuando estaba en la universidad.
Un día intenté irme. Recuerdo que estaba con mi hijo pequeño, con mis maletas en la puerta, en la madrugada, a punto romper el toque de queda y, de pronto, empezó a cortarse las venas. Me desesperé y entonces intenté detenerlo. No quería que se haga más daño. Llamé a su padre para que me ayude a contenerlo. Hasta que llegue su padre, Andrés me golpeó, me empujó al piso y me hizo mucho daño. Recuerdo que, por intentar evitar que se cortara más, me embarré de su sangre. Yo me quería ir y no volver jamás; pero su padre, al llegar, me rogó que no me vaya, que lo perdonara, que eso no iba a volver pasar.
Al día siguiente, Andrés tenía una terapia experimental con psilocibina con sus psicólogos, lo que nos llevaba a pretender que tal vez él tendría un cambio. Fue todo lo contrario. Me golpeó muchas veces más, fue más agresivo, más posesivo y celoso conmigo. Se daba todas las licencias para coquetear, tener amigas, todo tipo de interacciones en redes sociales, mientras yo no podía mencionar si quiera a amigo alguno, contestar llamadas (hasta me tenía prohibido decir que si algún actor, actriz o personaje público era guapo). La primera vez que me llevó a hablar de su violencia (hasta ese entonces) después de sus tantas agresiones negligencias y falta de interés conmigo, terminamos. Él pretendía hacerse la víctima en sus redes sociales respecto a lo que había pasado. A lo que yo, indignada, contesté con la verdad, en su muro de Facebook, en su propia publicación le puse todo cuanto me hizo: los golpes, las humillaciones, los celos, las negligencias, sus engaños, el maltrato físico, psicológico y emocional. A esto él lo llamó “escrache”. Su ex, quien había estado pendiente de lo que sucedía, también participó y habló acerca de su experiencia con él. Ella también sufrió mucho en su relación con él, pero él me tenía convencida a mí y a todos a su alrededor que ella fue la mala de la película, que ella lo engañó, que se fue con otro y eso le hizo mucho daño. De hecho, el dolor que él sintió al verse traicionado por ella fue la justificación todo el tiempo para que él me violentara en muchos sentidos. Siempre me dijo que si él me hizo daño es porque ella lo dañó primero (debo recalcar que siempre, durante toda nuestra relación, habló de su ex, la misma ex a la que llama “mentirosa”, “Génesis”. Habló de ella todo el tiempo, triangulaba de esa forma conmigo, todo el tiempo de nuestra relación yo tuve que contener su duelo porque ella lo engañó y él no pudo superarlo).
Después del supuesto “escrache”, él me llamó para pedirme disculpas sobre lo que me había hecho. Me convenció de su arrepentimiento y de volver con él, a lo que yo estaba un poco renuente porque todos los golpes que me profirió, así como el daño psicológico y emocional, no fueron poco. En ese entonces, no me imaginaba que después iba a haber mucho más. Regresé con él, por más absurdo y patético que parezca. Su voz tenue, su reacción pacífica ante lo que hice, sus argumentos, me desconcertaron (cualquier agresor habría reaccionado de otra forma, pero él estaba ahí... dando la cara, pidiendo disculpas, prometiendo cambiar, cambiar de verdad). Le creí. Lo hice porque, de una forma retorcida, que ahora después de meses de terapia puedo entender, mi ser deseaba ese cambio, deseaba revivir esos “buenos momentos”, deseaba su promesa de amor y de compañía. Le exigí ir a terapia como condición para continuar, era necesario encaminar la relación hacia una sana, así que fuimos a donde una doctora en psicología que tenía perspectiva en violencia de género. Solo puedo resumir, como diagnóstico final, ella dijo que, de continuar, él terminaría en la cárcel y yo muerta. Él era un femicida en potencia. Andrés puso el grito en el cielo, dijo que ella había sido irresponsable al dar un veredicto en tan solo dos sesiones, que era muy poco profesional y que sus psicólogos jamás le habrían dicho algo así.
Andrés seguía una terapia experimental que sugería dar buenos resultados, esa era una de las razones por las cuales creí que podría mejorar.
Luego de unos días, lo único que hizo fue victimizarse y echarme la culpa por haber hablado públicamente de su violencia, y yo misma asimilé el que yo haya hablado como un daño igual al que él me profirió con todo su maltrato. Incluso me convenció a mí misma de que así fue. Fue entonces en donde tuvo un arma contundente para desbaratarme y atacarme psicológicamente todo el tiempo. Yo me decía, algunas mujeres me decían, el que una víctima hable de su agresor no lo convierte en violencia; sin embargo, sus constantes peleas y discusiones terminaron por doblegarme así que acepté que así fue: yo le había hecho daño, por lo que muchas veces, y por mucho tiempo, me vi humillada a sus pies pidiendo perdón por hacerle ver ante los demás como un agresor. Yo había sido la mala, la malvada de la historia, la que nunca comprendió que si él me maltrataba fue porque su ex le hizo daño, porque yo lo obligaba a estar conmigo, porque yo le pedía reciprocidad en una relación en donde él no podía dar nada.
En este punto, muchos dirán “¿por qué no te separaste, por qué no te fuiste?”. Tengo que volver a mencionar que siempre lo intenté con las pocas fuerzas que en esos momentos tenía, en medio de toda esa embestida emocional, psicológica y física a la que estaba sometida a diario. No sabía, les juro que no sabía, que cada paso, cada acto, cada palabra y discurso estaba maquinado por su cabeza retorcida para mantenerme en un círculo traumático al que yo llamaba “amor”. Los dobles discursos, las agresiones, los descartes, los planes a futuro conmigo, las invitaciones a comer, a hacer cosas hermosas juntos, los celos, el privarme de mi descanso, de mi tranquilidad, el someterme a largas noches de juicios sobre mi pasado creaban en mi cabeza un caos total. Por un lado, estaba el hombre que no estaba seguro de estar conmigo, que me violentaba y pedía disculpas; y, por otro, estaba el hombre que hacía planes a futuro conmigo, que me llevaba a mí y a mi hijo a pasar con su familia, que me daba un sentido de pertenencia.
Por la pandemia perdí mi negocio y por ende mi estabilidad económica. En mi casa las cosas no estaban bien ya que mi madre tenía que lidiar con su propio monstruo: mi padrastro (pienso que él también era un narcisista depredador, pero esa será la historia para otro cuento). Los gritos y las peleas no faltaban, y definitivamente no era un lugar en el que quisiera estar porque mi padrastro siempre me hizo sentir que yo sobraba en esa casa y por ende mi hijo. Lo detestaba a él y su presencia, así que el departamento de Andrés, a mi modo enfermizo de ver en ese entonces, era el mal menor.
Hay un personaje de esta historia tan importante del que se me ha hecho difícil escribir en los días que he pasado pensando y he llevado a cabo este relato: mi hijo. Pero la culpa me invade. En medio de todo este infierno y caos, él estuvo ahí. No puedo contener las lágrimas de dolor, desesperación y culpa por todo cuanto pasó. Aún recuerdo tan vívidamente su rostro, su cara llena de miedo, de tristeza y dolor (no piensen ni por un segundo que no siento un profundo y devastador remordimiento, un nudo en la garganta que, desde el inicio de todo este calvario, no puedo desatar ni un poco). Me siento al extremo avergonzada a pesar de sentir que lo cuidé y solo rezo, aunque no soy creyente, que toda esta historia no deje huellas en él que puedan marcar el rumbo de su vida. Mi hijo también fue un instrumento de manipulación para Andrés. El alabarlo de vez en cuando, pero tratarlo con extrema frialdad como si se tratara del hijo de la vecina, me confundía bastante. Su aparente preocupación por cosas que le pasaban y luego el total olvido de su presencia cuando decidía golpearme o pelear conmigo.
Andrés era celoso de su presencia, pero también aparentaba preocupación. Mi hijo también disfrutaba de los buenos momentos, de la paz y la tranquilidad momentánea (aunque él y yo, sin decirnos nada, sabíamos, intrínsecamente, que cualquier hecho podía desestabilizar esa armonía. Mi hijo y yo, solo con mirarnos, compartíamos el miedo de hacer algo que sacara lo peor de Andrés). Mi hijo también participaba de las promesas de cambio de Andrés. Después de sus arrebatos, él nos pedía perdón a los dos y, de pronto, venían las risas y la buena onda de él: pedía nuestra comida preferida, veíamos películas, compartíamos en la cama como una familia de ensueño.
Muchas veces yo cocinaba mientras Andrés hacia ejercicio y mi hijo jugaba y entraba al mundo de los juegos en línea. Mi hijo aprendió a leer en la pandemia prácticamente solo, lo hizo a sus cinco años y medio. Yo apenas le guiaba. Esos momentos eran de aparente calma, aunque jamás cesaron los dobles discursos, reclamos, celos y posesividad.
Andrés coqueteaba todo el tiempo y de diversas formas. Muchas de ellas era haciéndose la víctima con sus amigas. Las trataba tan amablemente y cariñosamente como nunca lo hacía conmigo; sin embargo, yo no podía contestar amablemente a mis amigos cuando me llamaban. Hubo cientos de acuerdos y pactos con Andrés que siempre fueron injustos conmigo. Todos ellos terminaban en que yo no podía hablar de su violencia, no podía hablar de sus coqueteos porque debía quedar claro que él era un hombre sin capacidad de coquetear y que sus falencias como pareja debían ser respetadas; es decir, si él no era cariñoso conmigo era porque había un resentimiento hacia mi por el “escrache”, si no tenía relaciones sexuales conmigo era por la misma razón y además estaba triste.
Nuestra vida sexual era casi nula, a pesar de haberme convencido en un principio que él era una persona muy sexual, asunto que para mí era de vital importancia porque le había dejado claro miles de veces que era un aspecto fundamental para mí. Ahora entiendo que el privarme de esta actividad fue otra estrategia para jugar conmigo y mi psiquis. Sus constantes rechazos me hacían sentir insegura, demasiado, pero eso detonó cuando descubrí que él era un adicto a la pornografía. En todas sus redes sociales y en su computadora encontré cientos, cientos de páginas y videos que ofertaban pornografía y servicios sexuales. Fue devastador para mí. Eso destruyó mi autoestima. Él no me deseaba, no me tocaba, pero se autobombardeaba por todos los medio posibles de pornografía, en especial de mujeres que parecían ser muy jóvenes y mujeres en extremo voluptuosas. Esto me trastocó y sus excusas fueron lo peor: decía que estaba haciendo una investigación social al respecto de la que no tenía escrito palabra alguna. No podía entender. Era solo entrar a su Instagram y ver cientos de fotografías de mujeres desnudas que ofertaban sus servicios. Lejos de sentir asco, sentí pena de mí, sentí que estaba en competencia con esas mujeres que se estaban llevando el deseo del hombre que debía desearme a mí, porque por semanas enteras él no me tocaba ni el cabello (soy una mujer muy sexual, sobre todo cuando estoy en pareja, así que esto consistía en un golpe muy fuerte para mi y él lo sabía sobremanera porque a diario se lo repetía, una y mil veces).
En uno de sus descartes, de las tantas veces que terminó conmigo, un hombre que era atractivo físicamente e intelectualmente, empezó a coquetearme. Lo hizo abiertamente en redes sociales. Como yo estaba soltera en ese entonces, pues correspondí y tuvimos una salida juntos que terminó en un encuentro sexual, lo que fue super reconfortante para mí. Me sentía empoderada, bonita, linda, atractiva, como hace mucho no me sentía y Andrés, a la distancia, se dio cuenta de ello así como también de las interacciones con este otro tipo. Volvió a buscarme y me interrogó por horas y horas si yo había tenido algo con este hombre. A pesar de no estar juntos, de ya no ser nada, él seguía sintiéndose mi dueño. Jamás, bajo ninguna circunstancia, podría haberle dicho que sí pasó algo con este hombre. Sentía tanto miedo de su reacción, ya que la discusión se dio en su departamento. Así que me lo guardé hasta el día de hoy. Mi terror fue tal, que tuve que pedir a este hombre que si Andrés se contactaba a preguntar si algo pasó entre los dos, no le dijera nada por mi seguridad y también porque es mi vida privada y quería mantenerla así. La reacción de este tipo fue la peor, me dijo de todo y trató de humillarme; sin embargo, para mí era más importante salir ilesa ese día del apartamento de Andrés.
Conforme pasaba el tiempo, yo iba perdiéndome en sus conceptos. Andrés vigilaba cada acción mía, no siempre lo hacía de una forma abiertamente obsesiva, a veces usaba discursos y monólogos que escondían reclamos. Otras veces era directo y cruel, me acusaba de cientos de cosas que pasaban por su mente. No sé cómo llegaba a dar con mis comentarios en publicaciones de otras personas en Facebook, con reacciones que sacaba de contexto. Hasta llegó a pelearse con un amigo suyo a causa de comentarios que hicimos sobre política. En un principio, me había convencido que estas reacciones eran solo conmigo; pero, cuando hablé con su ex pareja, ella me contó el infierno que vivió a su lado. Él siempre quiso convencerme que ella era manipuladora, pero lo cierto es que ella es una mujer extraordinaria. Él me pidió hablar con ella, verme con ella para tenderle trampas para que quede como una mentirosa. Accedí a verla, pero jamás a hacer lo que él quería. Aproveché esa oportunidad para que ella me contara muchas cosas y así yo pudiera salir de toda esa disonancia que había en mi cabeza respecto a Andrés y sus comportamientos. Él me torturó por meses y meses por este hecho, por no haberla desenmascarado. Pero para mí era más valioso tenerla a ella como mi voz de la conciencia, mi recordatorio que Andrés no era quien él decía ser: un hombre tímido y víctima de la vida, sino un constante agresor.
El acercamiento de Génesis para mí fue una luz en ese camino oscuro. Su apoyo y el de otras mujeres que pudieron enterarse de su violencia fue crucial en mi distanciamiento. También hubo amigos muy valiosos que fueron empáticos conmigo y me acompañaron. En secreto, lejos de los ojos de Andrés, iba tejiendo mi red de apoyo. Acudí a terapia, aunque cada vez que regresaba con él sentía vergüenza de admitirle a mi psicólogo y a los demás haber recaído. Él temía que yo siguiera hablando acerca de su violencia, sobre todo cuando había peleas en donde me había agredido. Él siempre creyó tenerme en sus manos y yo siempre creí que podía controlar la situación. Pero ni él pudo impedir que yo contara a amigas y amigos cercanos lo que me hacía, ni yo podía controlar la situación. Empecé a tener trabajo en varios proyectos, eso me dio ventaja para lograr alejarme de ese ambiente que me estaba asfixiando.
El tomar este tipo de decisiones me daba fuerzas. Así que en las peores situaciones de violencia alzaba mi voz y me defendía, lo que hacía que Andrés cobrara más violencia en mi contra.
Recuerdo que una de las últimas veces que me golpeó fue terrible. Yo me había defendido porque quiso dañar a mi hijo. No se controló hasta que empecé a gritar por mi vida. Me pateaba en el piso y mi hijo, con apenas seis años, se fue en contra suya para defenderme. Él tomó a mi hijo, lo alzó y lo botó a mi lado en el piso. Yo lloraba a gritos y mi hijo también. Mis ojos se fijaron en la ventana, quería llegar ahí para pedir auxilio. Grité tanto y, como su departamento estaba en un edificio en donde todo se escuchaba, paró. No me dejó salir hasta que me convenciera de que eso no iba a volver a suceder, hasta que yo lo perdonara. Traté de salir tantas veces a la fuerza que en uno de esos escapes se me atravesó y terminó por caer en el suelo. Utilizó eso para ponerme en el mismo nivel que él: yo lo había "empujado" así que no podía denunciarlo ya que también lo había “violentado”, según él. Es difícil discernir en esos momentos, sobre todo cuando has sido sometida a años de manipulación. Él usaba todo lo que estaba a su alcance para victimizarse y cambiar la versión de los hechos que yo misma había presenciado.
Mis sentidos, mi cuerpo, mi discernimiento, mis lógicas de vida, todo había cambiado en mí. Subí de peso progresivamente, porque él siempre me llenaba de comida en cada reconciliación. Me privaba del sueño, yo siempre estaba cansada, física y emocionalmente. Siempre tenía que estar pendiente de sus necesidades emocionales, pendiente de sus estados de ánimo. Era demasiado. En mis búsquedas constantes de ayuda, terminé en un grupo de apoyo de codependencia, me había asumido como tal y de esa forma me eché la responsabilidad de lo que sucedía, naturalizando su actuar como si fuese algo normal y la enferma era yo por no poder salir de ahí y, de alguna forma, ocasionar sus reacciones.
Nada más alejado de la realidad cuando eres víctima de violencia y más aún si es la de un narcisista depredador. Las palabras y discursos revictimizantes, lejos de ser un alivio en tu vida, secundan la visión que el abusador ha creado de ti. Es cómplice del daño, así como de un orden de cosas en donde las mujeres siempre somos las culpables de todo, incluso de nuestra propia muerte en las manos de femicidas. Durante todo este tiempo, durante toda mi vida, jamás me había asumido como víctima. Este discurso de la culpa siempre hizo eco en mi cabeza, la vergüenza extrema de quién soy y de lo que me tocó vivir, como si de alguna forma yo hubiese ocasionado todo: el abuso que sufrí de niña a cargo de mi abuelo, de mi tío; el abandono paternal de mi padre y del padre de mi hijo. Ya había sido bastante cargar con tantos años de culpa y vergüenza, y ahora también yo era codependiente, yo ocasionaba las reacciones de mi pareja, yo no me podía ir porque algo en mí estaba mal.
Entre los consejos de mis amigos, hubo un par que me gritaban a viva voz que Andrés era un psicópata narcisista. Ellos fueron por mucho tiempo mi paño de lágrimas, les contaba todo lo que me pasaba y me lo decían. Pero yo no podía creerlo del todo; es decir, se me hacía difícil verlo como los demás lo hacían porque él había creado en mí una imagen de un niño perdido en el tiempo, un niño abandonado en el cuerpo de una adulto, que era incapaz de planear, maquinar, coquetear, engañar, aunque constantemente descubría mentiras tras mentiras, las más absurdas e innecesarias, que no tenían razón de ser.
Cuando me alejaba de él, podía ver claro el panorama. Podía distinguirlo en sus colores oscuros reales: un perverso hombre manipulador. Pero bastaba con que se volviera a acercar para que con sus discursos rimbombantes me idiotizara por completo. Muchas de las veces sentía que terminaba cediendo más por cansancio y hastío. No entendí sino hasta mucho después que la dependencia y el vínculo traumático son armas del depredador para destruirte. Sus acciones y actitudes ambiguas y cambiantes, los descartes y las “lunas de miel”, son estrategias de dominación y adoctrinamiento. Él las conocía muy bien y las aplicó conmigo todo el tiempo. Me despojó paso a paso de todo aquello que envidiaba de mí: mi seguridad, mi cuerpo al que cuidaba mucho, mi sociabilidad, mi ternura, mi capacidad de admiración. Si no terminó de alejarme de todo el mundo fue porque yo le oculté mi red de apoyo, esa fue la única carta que la jugué por detrás y ahora puedo decir que me salvó la vida. Por más que insistía e insistía, nunca me callé. Siempre busqué ayuda, siempre hablé de su violencia y, gracias al acompañamiento sororo de las mujeres feministas de mi alrededor, puedo contar la historia. Había callado lo que pasó conmigo siendo niña durante tantos años que, cuando aprendí a hablar de aquello para sanar, aprendí que jamás debemos silenciar nuestras voces aunque el mundo se derrumbe a nuestro alrededor y aunque al resto le estorbe. Si una mujer alza la voz, grita por millones. Esa es una verdad de vida que él no pudo destruir en mí.
Los últimos meses de la relación, en los últimos descartes, yo solo podía sentir paz. En otras circunstancias, sentía que me moría hundida en la ansiedad porque anhelaba su presencia; sin embargo, ya no era así. Estaba enfocada al cien por ciento en mi proyecto que ya me daba igual (obviamente me lastimaba y me hacía llorar). Y cuando pensé que había firmado mi salida triunfal de esa relación, incluso había empezado a salir con otros hombres a citas, vino la peor noticia que pude haber tenido en ese momento: estaba embarazada y obviamente era de él. ¡Cómo pudo haber pasado eso en las insignificantes veces en las que me tocaba! Fue una pesadilla de principio a fin. Mi primera reacción fue decirle que no quería tenerlo. No podía. Estaba empezando mi proyecto y un hijo era lo que menos podía esperar y menos de él. Ya me había convencido que jamás me quiso, ¿qué hacíamos con un hijo? Y yo que ya tenía uno. Su reacción, como siempre en los comienzos de contacto, fue pacífica. Nuevamente, con su voz tenue, me tranquilizaba diciendo que lo íbamos a solucionar. Él sabía muy bien que yo no tenía los recursos para hacerlo sola. Pasó de todo: me estafaron con unas pastillas, fue una tortura porque se venía el feriado de noviembre y tenía que trabajar (qué gran coincidencia escribir esto justo al año de haberlo vivido). Me llevó al médico para que en una prueba cuantitativa se pudiera determinar el tiempo de gestación, por si a él no le calzaban las fechas. Todo calzó para él, al menos. Empezó a tratarme como si fuésemos la típica pareja feliz por la noticia de la llegada del nuevo bebé. Cumplió con mis antojos, se mostraba feliz e incluso en una llamada telefónica se lo insinuó a su padre cuando le dijo que no a su invitación a tomar colada morada porque yo sentía nauseas al siquiera pensar el ello. Me hizo sentir que esto tal vez pudiera funcionar. No sé si lo hizo por venganza por mi primera reacción al decir que no quería tener a su hijo, pero él me ilusionó tanto con el embarazo.
Cuando le pregunté sobre considerar la opción de tenerlo, después de subirme a la nube me botó de ella con todo el odio que podía tenerme. Nuevamente me rechazó, usó mis propios argumentos en mi contra y me dijo que él no estaba listo para ser padre. Entonces, busqué a un médico para que realizara el procedimiento. Esta vez no sería con pastillas, sería una intervención quirúrgica. Andrés me torturó de todas las formas posibles, hizo de este proceso un suceso de hechos que me hicieron agonizar. Primero llegar tarde a la cita para el procedimiento, yo ya estaba en extremo nerviosa por lo que iba a suceder y el médico tuvo que agendarlo para el día siguiente. Así que pasé otro día más en ese estado. Cuando llegó la hora de la cita, nuevamente se tardó. Hacía todo con una paciencia infinita, como si se tratara de ir a comer con sus padres. Se tardaba horas arreglándose, mirándose al espejo, bañándose o solo dejando correr el agua sin siquiera mostrar un poco de interés en lo que yo estaba a punto de vivir. Cada vez esto ahondaba más mi nerviosismo y desesperación. No podía, bajo ninguna circunstancia, esperar un día más en ese estado. Cada día que pasaba el procedimiento era más peligroso. Tenía miedo y estaba temblando. De pronto, me vi en esa camilla con las piernas abiertas. Mis manos estaban heladas, mi nariz, mis pies. El doctor advirtió a Andrés que yo estaba muy nerviosa, que lo mejor sería financiar el procedimiento con una anestesia general y él se negó. Tenía todos los recursos para pagarlo, pero no lo quiso hacer. El doctor empezó a colocar la anestesia local, sentí un punzón enorme en mi vientre, un dolor insoportable que me hizo retorcerme hasta llorar. Él estaba ahí, mirándome sin inmutarse. Sus pupilas estaban dilatadas, su semblante no era el de una persona que compartía mi dolor, sino de una que por alguna extraña razón disfrutaba con mi dolor. Él estaba a mi lado, parado junto a la camilla, viendo todo lo que estaba sucediendo. Pude sentir el dolor de todo el procedimiento y cada segundo me iba hundiendo en un profundo abismo. Él se hacia lejano. Yo lo miraba desde lo profundo de ese oscuro lugar al que me sumergí y ahí me perdí por completo. Sentí que me había dado su estocada final, terminó por ahogarme y ya solo era una espectadora de la vida que pasaba frente a mí, a mi lado, a mi alrededor, pero ya no dentro de mí. Solo sentía dolor.
Cuando todo terminó, él estaba feliz. Me hizo pagar parte de la cuenta. Sabía que no disponía de los recursos; sin embargo, no le importó. Luego de eso, dijo que quería que lo acompañe a comprar una consola de juegos. No tenía dinero para el procedimiento, para mitigar mi dolor, pero sí para sus caprichos. Ese fue el peor de todos los rechazos, de todos los descartes. Ese día fue cuando terminó conmigo, con mis fuerzas.
Después de eso, fui de tumbo en tumbo. Caí en la depresión más fuerte de mi vida. Me sentía muerta en vida y no había nada que me hiciera volver a mí. Todo ese tiempo es un tiempo confuso en mi mente. Apenas puedo recordar mi tránsito errante por varios psicólogos y psiquiatras buscando la manera de no morir... porque no podía, por mi hijo, por mi proyecto, porque ya había superado años antes los pensamientos suicidas. Yo quería vivir, pero había perdido la luz para hacerlo. Con Andrés nos alejamos por completo y ese alejamiento fue paz por unos días. Hasta que otra de sus ex parejas, Ale, me buscó. Esa fue la manera en la que ahora puedo precisar, con toda la razón, que mi ser vivió, que fui víctima de un psicópata y caí en la realidad más cruda. Ella me contó su versión de la historia con él (Andrés ya me había contado la suya, pero gracias a esa valiente mujer que se me acercó pude desenmascarar toda la verdad, todas las mentiras que creí y despejar las dudas, que con quien estuve fue un monstruo manipulador, ruin y patológico). Como siempre la verdad se nos presenta como una gran revelación que a veces nos vislumbra tanto que nos tumba por un momento. Eso pasó conmigo.
Seguí buscando por todos lados ayuda y llegué a manos de una psicóloga muy empática, quien me diagnosticó “trastorno de síndrome postraumático” por haber atravesado una relación con un depredador narcisista. Tenía ataques de pánico que se fueron mitigando desde el entendimiento de lo que pasé y el papel que viví, el reconocerme como una víctima y no como la causante y culpable de todo. También me llevó a proponerme sanar mis dolores desde la infancia, también mitigar aquellas creencias no propias de lo que soy frente a lo que realmente soy.
Llegué a “Mujer Magia” porque sentía que debía tomar todas las opciones para salir de este abismo. En ella conocí a mi terapeuta EMDR y ahí pude reconocer las similitudes entre el depredador que abusó de mí siendo niña y este último. Los dos, en mis pesadillas, eran uno solo y por ello creí importante contar esta historia, ayudada de la terapia que me está llevando a sanar por completo.
Puedo reconocer que en mis hombros, que sobre mí, se depositó una carga enorme que jamás debí llevar: la de la culpa, la de la vergüenza extrema, siempre sintiéndome una paria, siempre en falta, chiquita, pequeñita. Pero al escribir esta historia puedo verme como lo que soy: una sobreviviente, una mujer luchadora que a pesar de todas las batallas, los golpes, las guerras estoy aquí de pie. Estoy respirando, trabajando, creando, volviéndome a levantar después de cada caída, porque siempre, siempre, me volví a levantar no solo del suelo, sino que ahora me levanto desde el abismo y para salir por completo debo dejar salir a la mujer gigante que habita en mí, a mi verano incansable que siempre empuja, a mi magia, a mi ternura, a la que estos horribles seres jamás pudieron vencer aunque hayan puesto en ello todas sus artimañas. Aunque todo un aparataje sistémico los acompañe, aunque toda una sociedad misógina les sea cómplice.
¡Aquí estoy... viva! Aprendiendo a mirarme nuevamente al espejo y reconocer a la mujer que ahora soy, que definitivamente no es la misma que entró en la tormenta, como reza aquel hermoso verso. Aquí estoy, recuperando mis propios pensamientos, mis lógicas de vida, creando una nueva ética conmigo misma, poniéndome en primer lugar y al lado mi hijo. Desaprendiendo mitos sobre el amor romántico y sobre lo que debe ser y hacer una mujer. Tatuándome en la piel mis colores, ya no solo dibujándolos a mi alrededor. Aceptando mis virtudes y mis flaquezas, porque esto soy: una mujer con cicatrices, intensa, loca, revolucionaria, sexual, mágica, amorosa, con una voz chillona y que ha vivido en completa contradicción porque no me gusta obedecer y, sin embargo, he estado cumpliendo las expectativas del mundo entero. Pero así me acepto: con la firme convicción que no podrán volverme a dañar, porque de esta trinchera aprendí a armarme y ver que en el fondo existe una luz enorme... que nunca pudieron arrebatarme mi tesoro más grande: mi magia.